miércoles, 21 de septiembre de 2011

Soliloquio del suburbano (De andenes, elefantes e ironías)


Desciendo los escalones de la estación sacudiéndome legañas imaginarias., soñando con trenes y lejanos paisajes, con la imprecisión de esos primeros pasos de la jornada, con el alma escondida tras esta cara de presidio. Desciendo a las entrañas de una ciudad que, ahí afuera, comienza a despertar. Un billete de ida hacia la nada, un bostezo traicionero, y esta extraña sensación de sentirse masa, de ser tan solo traje andante mas en la infinidad de este hormiguero impersonal que se esconde bajo el subsuelo de Madrid. El andén está prácticamente desierto. Aún resuena en la boca del túnel el eco de los últimos vagones, el murmullo de ruedas y raíles que deja tras de sí una curiosa estampa de vacío, una alegoría de abandono que, sin embargo, tardará sólo unos minutos en desaparecer. El tiempo justo para sacar un libro de la mochila y observar, con el rabillo del ojo, como el andén vuelve a poblarse antes de la llegada del próximo convoy. Reina el silencio. Parece que tod@s respetemos la solemnidad de un ritual, con la mirada muda, el semblante serio, y esa actitud de espera, de asumir lo inevitable. Hay quien se acerca peligrosamente a las vías. Por un instante parecen suicidas asomándose al precipicio. Afortunadamente tod@s reculan cuando el tren hace su entrada triunfal en la estación, con ese estrépito infernal de vagones y raíles que quiebra el silencio tan solemnemente respetado. Es lo que me viene a la cabeza cuando alguien me habla de un elefante entrando en una cacharrería. Quizás porque pienso que sería gracioso ver como irrumpe una manada de elefantes en la estación. Estoy seguro de que eso rompería la monotonía de estas mañanas deslucidas, al menos por un instante, antes de que la perplejidad dejara paso al cabreo generalizado por perder unos minutos valiosos y llegar tarde al trabajo. Yo mismo pondría una reclamación para no sentirme desplazado. Y sobretodo para guardar las apariencias. Pero se que en el fondo me sentiría profundamente conmovido. Se abrirán las puertas, dejaré salir a algun@s viajer@s y entraré en el vagón. Tal vez hoy tenga suerte y pueda encontrar un asiento libre. Ocuparé mi lugar entre una anciana elegante y un chaval con unos cascos enormes delos que me llegará el eco de música techno. Soy de los que vuelve a sumergirse entre las páginas de un libro mientras las puertas se cierran, justo antes de que el tren reemprenda su marcha para ser devorado por las fauces oscuras e insaciables del túnel. Aquí dentro vuelve a reinar el silencio. Aquí dentro tod@s practicamos alguna forma de aislamiento, encerrad@s tras los muros transparentes de nuestras burbujas. Aunque a veces nos atrevemos a levantar la vista, a mirar el páramo que se extiende tras esas almenas invisibles. Hay lectores empedernidos que apenas levantan los ojos del mundo de papel que esconde entre las líneas de sus libros. Hay borrachos, trasnochadores profesionales, que se dejan arrastrar por el vaivén de los vagones. Hay ancianos que parecen sacados de viejas instantáneas en blanco y negro, que parecen confirmar, con sus gestos errantes, que este mundo corre mas rápido que este tren. Nueva Numancia, Puente de Vallekas, Pacífico, Menéndez Pelayo... Las estaciones se suceden al ritmo de esa voz metalizada que hiere nuestros tímpanos, quebrando la magia del silencio. Hay rockeros y raperos, princesas y mendigos, y un hombre que trata de vender bolígrafos con linterna incorporada. Atocha, Antón Martín, Tirso de Molina... Hay rateros, carteristas, hombres trajeados que se aferran a sus maletines, una banda que ameniza esta velada matutina con un clásico de Los Panchos. Sol, Gran Vía, Tribunal... Hay docenas de relojes que no conceden tregua, paraguas aguardando su turno para desplegar las alas y volar, lectores de MP3, Blackberries, y un sinfín de teléfonos móviles sin cobertura. Y hay quien, como yo, se asombra al descubrir ese rostro impreciso, con su aura de fantasma, que me observa serio desde la oscuridad, justo al otro lado del cristal. Tardaré un poco en reconocer ese mismo rostro que cada mañana se asoma al espejo del baño. Y cuando salga del vagón me uniré de nuevo al enjambre, a ese desfile de zapatos que sueñan, sin confesarlo, con que la escalera mecánica les lleve a naufragar en alguna orilla pintada de oleaje, a pisar las arenas de una playa en la que contar sus huellas.