viernes, 17 de julio de 2009

Itaca y el olvido (De lienzos, pinceles y mareas)


La pequeña Irene caminaba descalza por la orilla del mar. Caminaba descalza, mientras la arena de la playa y la espuma de las olas se turnaban para besar sus pasos desvestidos. De pronto advirtió la presencia de aquel hombre y se acercó. Era un hombre viejísimo. El más viejo que había visto nunca. Allí estaba, con una capa corroída por el paso del tiempo y el salitre, con una larga melena blanca que bailaba sobre sus hombros al compás de la brisa. Permanecía quieto, como varado en la arena, con su caballete, sus pinceles y sus tarritos de pintura, afanándose sobre un lienzo. Cuando levantaba la vista, contemplando el mar cara a cara, le temblaban los ojos. Buenos días –dijo ella, esgrimiendo una sonrisa- ¿Qué está usted pintando? Él respondió con otra sonrisa algo más tímida. Pinto el mar –le respondió. Con la mirada perdida, le contó que, hacía siglos, en su juventud, había sido marinero. Le habló sobre una guerra que duró diez años. Le contó cómo se perdió en su viaje de vuelta a casa. Y resumió las maravillas que encontró en el camino. Le habló de furiosas tempestades, de bellísimas hechiceras, de horribles monstruos marinos, de algunos dioses caprichosos y de los cánticos de las sirenas. Al final había olvidado el camino de vuelta a casa. Había olvidado todo lo que allí le esperaba. Desde entonces el mar había sido su única patria. Pero había vivido tanto… Había visto tantas cosas… Le contó que había sorteado los hielos de Groenlandia junto a Erik el Rojo y sus fieros guerreros de largos cabellos trenzados, hasta alcanzar las costas de Terranova. Se había embarcado hacia poniente junto a aquel genovés, que muchos tacharon de loco, y le habló de la emoción de aquellos marinos de la meseta cuando, algunas semanas después, divisaron la hermosa silueta de la isla de Guanahaní recortándose sobre el horizonte con las primeras luces del día. Había sido también pirata en el Caribe. Y le habló de Francis Drake, de John Hawkins, y de todos aquellos lobos de mar, con la piel tatuada, la pata de palo y el corazón de porcelana. El había estado cuando sacaron a flote el Virrey de las Indias, y le explicó como los loros se desgañitaban cada noche gritando ¡Piezas de a ocho!¡Piezas de a ocho! De tantas que había… Había vivido tanto… Había visto tantas cosas… Ahora, le explicó, que sentía cómo la muerte le acechaba, quería resumir sus aventuras y desventuras sobre aquel lienzo, antes de dejarse llevar cuando subiera la próxima marea. Ella advirtió que en los cuencos para los colores sólo había agua de mar. Aquel lienzo estaba en blanco. De pronto comprendió que aquel hombre pintaba el mar con el mar. Y la idea le hizo estremecerse. ¿Cómo se llama usted? –preguntó. El la miró con sus ojos arrasados por el temporal, tratando de recordar. Me llamo Ulises, dijo al fin. Ella se quedó callada un momento. Sonrió. Ustedes los adultos hacen cosas muy extrañas- respondió. Mi madre también suele sentarse a mirar el mar cuando cae la tarde. A ella le encantaría escuchar su historia, porque nunca ha salido de esta isla. Y seguramente a usted le gustaría conocerla, porque es joven y hermosa. Se llama Penélope.

Idus de Marzo (De traiciones, sangre y puñales)

Al verse rodeado, César supo que, esta vez, no tendría escapatoria. Se lo decía su instinto de soldado, curtido a lo largo de más de treinta años en los campos de batalla. Nunca antes se había sabido solo y desarmado. Aún así supo evitar la primera puñalada. Lo hizo agarrando con firmeza la hoja del cuchillo con la mano izquierda. Pero al ver brotar su sangre, el resto de senadores, que ya gritaban empuñando el acero, se lanzaron voraces sobre su presa. Sintió como los afilados puñales, uno tras otro, se hundían profundamente en su carne. En sus brazos, en su cuello, en su costado, en su abdomen. Su túnica blanca se humedecía con la sangre que brotaba de sus heridas, que ya empezaba a empapar el piso de mármol. Intentaba zafarse con la rabia de un león herido, pero sus enemigos eran como una jauría de lobos hambrientos. La fuerza le iba abandonando poco a poco. El dolor era insoportable. A veces, en la confusa inercia de la escena, lograba distinguir alguno de los rostros de sus asesinos. Los conocía a todos. Y evocaba algún momento del pasado en el que pudo ver esos mismos rostros postrados, tiritando de miedo, ante su presencia. Y como aquel miedo, reflejado en sus miradas, le había hecho sentirse poderoso. Tan poderoso como para perdonarles la vida y otorgarles los cargos y privilegios que ahora ostentaban. Muchos de ellos apartaban el rostro antes de clavarle el puñal. Todavía le tenían miedo. En un último esfuerzo logró zafarse de seis hombres que le acosaban. Dos de ellos rodaron por el suelo. Dio algunos pasos vacilantes antes de dejarse caer, herido de muerte, contra el pedestal de la estatua de Pompeyo. Ironías del destino. Apoyado contra el mármol, en medio del charco que formaba su propia sangre, pudo ver, sorprendido, cómo Bruto avanzaba lentamente hacia el esgrimiendo el puñal. Bruto, a quien amaba como a un hijo. Cuando sólo les separaba un paso le miró fijamente a los ojos. Dos gruesas lágrimas cayeron por sus mejillas. Quiso hablar. Pero no pudo.