domingo, 30 de noviembre de 2008

Noviembre (De vocaciones, tormentas y complicidades)


Nubes. Con estos ojos hinchados de temporal, con este corazón sin impermeable, pongo punto y final al mes de noviembre. Atrás quedarán algunas páginas escritas, algunas noches de renglones torcidos, sábanas y miradas cómplices, sonrisas con vocación de trincheras. Como cada domingo, cojo el bolígrafo y me empleo a fondo en la autocensura, dejando que mis pensamientos se pierdan entre mis papeles, por los arrabales de un mundo demasiado irónico, demasiado inconsistente. Y alguna pregunta queda en el tintero

¿Cuánto succiono del mundo, para poder ser yo?

Pero mas vale no hacerse ilusiones. Esto es noviembre. Y la esencia de noviembre se resume en la sutileza de los charcos, espejos clandestinos pintados en las aceras. Espejos frágiles como un suspiro, incluso cuando se quiebran bajó algún paso huérfano o prematuro. Espejos que se recomponen cuando el viento y los peatones les conceden tregua. Yo también he aprendido a recomponerme con el tiempo. A reinventarme. A base de quebrarme, a base de cortarme con algunos cristales, a base de sentir y presentir. Y ya ves. Como cada otoño, el alma me cabe en una maleta. Aunque a veces noviembre me conceda tregua. Alguna tregua en forma de atardecer. Alguna tregua con sabor a café, cuando la chica de la barra me pone delante una pequeña taza con algo parecido a un corazón trazado sobre la espuma con sirope de chocolate. Me atrevería a adivinar en su sonrisa un atisbo de complicidad, una vocación de Blancanieves. Y mientras se me pasa por la cabeza la idea de un ataque preventivo, siempre cuerpo a cuerpo, me doy cuenta de que noviembre no se anda con cuentos. Me doy cuenta de que no soy el príncipe valiente. Quizás no me falte valor, pero si la sangre azul. Y no voy a negar que no me seduce la idea de pertenecer a la realeza. Me doy cuenta de que me parezco mas al lobo estepario de Herman Hesse que al de Caperucita. O en todo caso a un viejo lobo de mar, con la mirada hinchada por el temporal, con los ojos vivos y arrasados por la sal y el horizonte. Y aquí tendrías a este Ulises a la deriva, con su repertorio de buen canalla, curtido en unos cuantos puertos, tratando de seducir a Blancanieves con alguna canción que aprendió de las sirenas. Tal vez, delante de una botella de ginebra, o después, en la trinchera, Blancanieves demostraría que quizás no era tan inocente como podría parecer en un principio. Ya te dije que, después de todo, noviembre no se anda con cuentos. Por eso al despertar seremos dos supervivientes. Y me fumaré otra mañana mientras veo caer la lluvia por la ventana. Porque los chaparrones siempre ofrecen algo de complicidad. Observaré como la tormenta se ensaña, implacable, con los tejados y las fachadas, como limpia de espectros las aceras, y le saca los colores a esta ciudad cuando la deja, por fin, desnuda. Miraré de reojo a ese cielo, impasible y solemne en su traje gris. Y tal vez quiera ser esas gotas de lluvia que golpean al otro lado del cristal.

viernes, 28 de noviembre de 2008

La memoria y el olvido


El 11 de septiembre de 1973, rodeado por las tropas golpistas, el presidente Salvador Allende se dirigió por última vez al pueblo de Chile. Hablaba desde su despacho, en el palacio de La Moneda, a través de una terminal telefónica que conectaba con Radio Magallanes. De fondo podía sentirse el rumor de los tanques, los disparos de las ametralladoras, pero con un hilo de voz, el presidente Allende tuvo el valor y la calma necesarios para dedicar sus últimos pensamientos, sus últimas palabras, al pueblo por el que trabajó hasta el mismo instante de su muerte. Una de esas frases se ha convertido en uno de mis lemas favoritos; "La Historia es nuestra. Y la hacen los pueblos". Y como la Historia nos pertenece, como protagonistas de la escena, la memoria se convierte casi en una vocación, en una necesidad.

El auto del juez Baltasar Garzón, publicado recientemente, ha sido uno de los textos más escalofriantes que he leído en mi vida. Ya conoceis el resultado de la trama. Personalmente, nunca he creído en un hombre que tiene por costumbre anteponer su propio ego a la verdadera justicia, aunque parecía que por fin surgía cierto interés, respondiendo a su vez a cierta demanda, por intentar pasar una de las páginas más oscuras de nuestro pasado más reciente. De las élites judiciales hay poco que decir. En su momento, fueron uno de los organismos que participaron de forma mas activa, y comprometida, en la represión franquista. Hoy en día no podemos decir que la justicia española esté ciega. Yo diría más bien que está tuerta. Porque ve muy bien con un ojo. El derecho.

Pero lo más "gracioso" del asunto han sido las declaraciones de monseñor Rouco Varela, esa calaña fascista que dirige la Conferencia Episcopal. En uno de esos macabros guiños de ironía a los que nos tienen acostumbrados las cabezas "pensantes" de la Iglesia, hablaba de "la necesidad de aprender a olvidar en beneficio de la convivencia y de la paz". Supongo que se referiría a la paz de los muertos. Si, de esos muertos que yacen en fosas comunes repartidas por nuestra geografía, y cuyos asesinatos contaron con el respaldo activo de la institución a la que representa. No es difícil darse cuenta de los motivos que han llevado al cardenal a defender esa postura. La Iglesia Católica tiene un compromiso histórico con el crimen, y especialmente íntimo con algunos de los genocidas y carniceros más esmerados, como el general Francisco Franco. Y lo más preocupante es que aún se le concede voz y voto en nuestra sociedad, aunque su propuesta no ha variado demasiado desde el Concilio de Trento (para quién no ande muy bien de fechas, tuvo lugar entre 1545 y 1563... un dato esencial para que nadie se atreva a pensar que no están actualizados para dar respuesta a las necesidades de la sociedad actual). Cada mañana podemos oír desde sus púlpitos radiofónicos cuáles son los argumentos y las bases de su "novedoso" y "democrático" programa; el nacionalcatolicismo. Desde los micrófonos de la COPE, el ultraderechista Federico Jimenez Losantos, ese macarra de la moral, maestro indiscutible del humor negro y la propaganda más mediocre, se llena la boca cuando pronuncia la palabra "libertad", quizás pensando en el fuego de las hogueras de la Inquisición. Y todo ello al servicio de la quinta columna franquista que todavía tiene asientos de honor en el congreso y en otras muchas instituciones. Ultimamente estamos acostumbrados a ver a los obispos encabezando a sus rebaños de "ovejas" de encefalograma plano en ruidosas manifestaciones en las que alzan la voz en defensa de sus "derechos" en la educación (yo diría mas bien adoctrinamiento) o de la "familia" (es decir, la forma políticamente correcta de actuar en contra de los derechos de otros ciudadanos) Si se responde a este tipo de actos circenses con palabras sensatas, suelen poner "el grito en el cielo" defendiendo su derecho a discrepar (la fotografía de arriba muestra la forma en la que las élites eclesiásticas suelen discrepar... ya se que cualquiera puede pensar que se trata del saludo fascista, pero en realidad, sus "eminencias" alzan la mano para discrepar...)

Pero dejaremos de lado las referencias a la Iglesia. No pretendo en esta ocasión decir más de lo que ya se sabe sobre sus intereses empresariales (ya sabeis, un ojo en el cielo y el otro en la saca) ni criticar esos argumentos de chiste sobre los que basan su moral y su concepción del mundo, y en nombre de los cuáles han actuado contra el progreso y cometido terribles crímenes contra la humanidad. Creo que cualquier persona medianamente sensata y razonable puede calibrarlos sin ninguna dificultad. En este tema de la Memoria Histórica yo también tengo mi pequeña y modesta historia que contar. Voy a hablaros de mi tío-abuelo Eugenio. Yo jamás le conocí, pero mi abuelo me ha contado algunas cosas. Me ha contado que era bueno, honrado y trabajador. Que era querido y respetado por sus familiares y vecinos. Que a los dieciséis años se afilió al Partido Comunista por una razón muy sencilla. No podía concebir que, mientras los hijos de los ricos gastaban un par de zapatos para cada día de la semana, los hijos de los trabajadores pobres tuvieran que resignarse a jugar y caminar descalzos. Cuando empezó la guerra le nombraron comisario. Y fue a luchar para defender los principios que creía justos. Pero no pensaba sólo en si mismo. También pensaba en los hijos y en los nietos que nunca tuvo. Porque aquella maldita guerra le costó la vida. "Tenía veintiún años". Es la frase con la que mi abuelo concluye la historia cada vez que sale a relucir en alguna reunión familiar. Y el recuerdo todavía le nubla la mirada. Por el, mi padre lleva su nombre. Y cuando le veo sonreir en alguna vieja fotografía que mi abuelo conserva, y miro directamente a esos ojos, cuya expresión no soy capaz de describir con palabras, pienso que también a mi me han robado algo. Porque fue una persona a la que me habría encantado conocer.

No tengo motivos para caer en un falso dramatismo. Al fin y al cabo toda esta historia apenas me ha rozado en lo personal. Es cierto que cualquiera que conozca a mis abuelos o a mi padre no podría creer que en su vida hubieran pasado por una prisión. Yo he tenido la suerte de conocerles, de que me hayan inculcado lo mejor de ellos, de haber nacido y crecido en un barrio donde aprendí a luchar, a mirar más allá del horizonte. Pero pienso en el caso de cientos de familias que no tuvieron tanta suerte. No se trata de reabrir viejas heridas. No se trata de pagar con la misma moneda a los verdugos. Se trata simplemente de una cuestión de justicia pura y dura. Porque para un país que presume de ser democrático (aunque, bajo mi punto de vista, dista mucho de serlo) aprender de los errores debería ser fundamental. Y mientras no se acabe de saldar la deuda pendiente con las víctimas, de condenar formalmente los crímenes de la dictadura, y con ello, limpiar los nombres de los miles de represaliados, no se saldará una deuda moral que no pretende cobrarse intereses. Nuestro sistema, que tanto alaba a los padres de su "democracia", se ha olvidado de sus abuelos. Porque a esta sociedad debería caérsele la cara de verguenza al observar como, en otros países, los que en su día lucharon, a su manera, por la libertad que se les negaba son considerados héroes. Aquí muchos de ellos siguen enterrados en las cunetas. Y mientras organizaciones criminales, vinculadas de forma directa con el genocidio, como la Iglesia Católica, no paran de elevar a los altares a los caídos de sus filas, se niega el derecho a la dignidad de otras personas que merecen recuperar su lugar en la Historia. No pretendo que este discurso se interprete en clave política. Los que me conocen bien saben que no voy a defender los argumentos de algunos interesados, como es el caso de la pseudoizquierda parlamentaria, que también tiene la costumbre de olvidar todo aquello que le conviene. Simplemente pretendo llamar la atención sobre la necesidad de no dejar que algunos apologistas del miedo y la moral se salgan con la suya y nos digan que hay que olvidar, que hay que reconciliarse. Ese suele ser el argumento de los dictadores, de los verdugos, y la piedra de toque para reactivar sus planes de decretar el blanco y negro. Olvidar es despreciar el pasado. Y por eso, reivindico la memoria. Para crecer sin traicionarnos. Para hacer honor a la verdad, porque siempre la verdad nos hace un poco más libres. Para seguir la lucha que otros empezaron. Una lucha que hoy no emplea armas automáticas, tanques ni ametralladoras. Nuestras armas son las palabras. Las palabras y los hechos. Sólo de esa forma podremos mantener limpia la conciencia, limpia la mirada, y trabajar para conseguir, con cada granito de arena, hacer nuestras las palabras de Salvador Allende:
"Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor"

lunes, 24 de noviembre de 2008

Palabras (o antología de una tarde de noviembre)




Cuando me paro a mirar esa tarde que se escapa, sin hacer apenas ruído, el alma me vuelve a sugerir que haga inventario. Pienso en esas nubes negras, en la tormenta que hoy nos quedó pendiente. Quizás el aguacero hubiera barrido las aceras, apagado algunos fuegos. Quizás me hubiera invitado a vivir esa extraña sensación que se siente al tener empapados el corazón y la ropa de calle. Vuelvo la vista hacia el montón de papeles que confeccionan los recortes de prensa que guardo en una carpeta con algunas notas. Y repaso un artículo que reflexiona sobre la necesidad de leer poesía, sobre el papel de la palabra. Por curiosidad, o por instinto, leo alguno de los poemas de Miguel Hernández que, sembrados al azar, dan forma a la antología de esta tarde, y tambien aliento a la superficie inerte de mi escritorio. Pienso, sin quitarme de la cabeza la idea de esa tormenta que no tuvo lugar. Y llego a la conclusión de que el dolor, al igual que la poesía, también es necesario, que las palabras a veces son herida abierta, y que otras veces, son tan solo...

...palabras...

Porque cuando leer el diario se asemeja a beber cicuta, las frases, y con ellas las palabras, se vuelven armas de doble filo. Una conciencia malherida, o un cuerpo desangrándose, sólo incita a morir matando. Y es que a veces no quiero morir ni matar. Cuando la realidad se resume en ese ruído de guerreros, en frases vacías y argumentos pobres, en tanto hablar sin escucharnos, me siento tentado, de vez en cuando, a exiliarme en mi cuaderno, entre los márgenes que delimitan su extrarradio. Ese rincón periférico y utópico en el que el silencio no se impone, sino que se busca y se siente libremente. Y, por ejemplo, me dedico a planear esa otra cita pendiente. La que tengo con el mar y con ese verso que me falta. Porque la próxima vez que nos sentemos frente a frente nos miraremos a los ojos sin decirnos nada. Nos miraremos en silencio, y sin embargo nos diremos tantas cosas como queramos saber. En definitiva, todos necesitamos hacer un hueco en la agenda para reinventarnos. Aunque sólo sea de vez en cuando. Para llenarnos de cielo los pulmones. Porque a menudo mis sueños se nutren de agua y horizonte. Así podré decirte que me gusta oír tu voz tiritando en mi contestador, y que me gustas cuando callas, porque estás como ausente. Sabré decirte que me dueles. Peró también sabré guardar silencio. Y escucharte cuando hablas, muchas veces sin necesidad de separar los labios. Sabré mirarte a la cara y planear algún naufragio en cada mirada que me tiendes. Porque, en silencio, esa mirada también sugiere agua y horizonte.